Probablemente, el individuo que se sienta
ante un texto para traducirlo (es decir, el traductor, pero no siempre) tiene
que afrontar tres problemas básicos. Desde que Newton enunció su s leyes, e incluso antes, los interrogantes de la
física apuntaban a tres coordenadas básicas: velocidad, espacio y tiempo: v=e/t
(o cualquiera de su s variantes). Es
decir, aparentemente tan dispares, la traducción y la física comparten las
mismas dificultades. No parece demasiado descabellado señalar que el oficio del
traductor se asemeja al arte del funambulista. Éste debe luchar contra la
gravedad, la tensión del cable y su
propio equilibrio, aquél se ve inmerso en un torbellino de fuerzas del que no
podrá huir si no es a través de su
propia intuición.
Para el traductor el "espacio"
es el texto en la lengua original, es su
campo de juego, su circo romano y,
en cierto modo, su zoológico
particular. En esta arena debe situarse para lidiar el toro de su propio yo y de su
lengua. Pero el "espacio" no se reduce solamente a unos gráficos
impresos en un papel, es necesario conocer al autor, desentrañar unos
significados y, quizá lo más importante, establecer una identificación entre el
"yo-traductor" y el "tú-lector-autor". Llegados a este
punto se comienza a hablar de la imposibilidad de la traducción: el traductor
ha de ser el mejor lector del texto, su posición
a todas luces imposible si tenemos en cuenta que el único lector perfecto es el
propio autor; segundo, el traductor debe ser uno con el texto para poder llegar
(si tiene su erte) a imbuirse del
pensamiento del autor. Sin embargo, esta acuciante imposibilidad configura la
belleza del arte de traducir; es una relación erótica entre
texto-autor-traductor que sólo tiene un fin (al menos si hablamos de
literatura), el paroxismo de la relación traductora.
La "velocidad", en cambio, es la dimensión más oculta, la alquimia de la traducción, la psicología del verso... es, en definitiva, la caída de la espada de Damocles sobre la palabra, la aprehensión del significado y el significante en el mismo movimiento, rápido y profundo. La "velocidad" no es equiparable a la rapidez. Ésta nos conduce a un precipicio desde donde la traducción/traición deberá
El "tiempo" más que una cuestión es una simple desgracia: "esta traducción para mañana (50 folios) y sin ningún error". La belleza del "espacio" y lo mágico de la "velocidad" nos llevan al placer indescriptible que produce la visión de un trabajo felizmente acabado... Sin embargo, el "tiempo" se presenta como un ogro que jadea sobre el cuello del traductor mientras éste dobla
Pero (Einstein lo señaló hace tiempo) no
todo está, como en principio podría parecer, tan ajustado a unas leyes
concretas. El traductor, como individuo, debe afrontar luchas personales con,
contra y fuera del texto. Como ya hemos visto, las dificultades no sólo se
limitan al área de lo textual, existen limitaciones intelectuales que ponen al
traductor ante el problema de la humildad. Un traductor sin humildad es como un
escritor sin tinta, acabará rasgando el papel ante la imposibilidad de avanzar
en su narración.
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