3. Textos, khora y responsabilidad
Los textos
nacen preñados de significaciones que intentan inculcar en una cultura con un skopos particular. De este modo, cuando
entran en relación con otros textos (las traducciones) también intentan ejercer
su labor bajo un skopos diferente. El texto traducido, no
obstante, no consigue liberarse completamente de sus
propias ataduras y pasa a formular sus
propias leyes. Éstas suelen estar
asociadas a relaciones culturales que se pueden analizar siguiendo las
relaciones políticas y económicas entre las diferentes culturas (cf. Lambert;
Jacquemond 1992). La traducción supone para los textos una modificación del entorno
de su producción. No obstante, no
habrá que pensar que éste es un desplazamiento que implica una traición hacia
un texto supuestamente original. Dos
razones:
1. Los textos surgen como
textos de otros textos, como relaciones, como comentarios, como citas de textos
que en muchos casos se han perdido o que hemos olvidado. El texto es un género
polifónico que emplea cientos de lenguas y habla miles de voces.
2. Cualquier texto ha sido traicionado una vez que se ha emitido o se
ha escrito. Como antes señalábamos, ningún texto disfruta de la univocidad y,
por lo tanto, nos encontramos ante estructuras que pueden llegar a oponerse a
sí mismas dentro de su propia lengua
(no es necesario recurrir a la traducción para hablar de traición).
Me gustaría ampliar un poco más este segundo
punto ya que puede que la cuestión no haya quedado suficientemente
clara. Cualquier texto, por el simple hecho de haber sido producido (escrito o
oral) ya ha entrado en el juego de las diferencias, en el juego diseminante que
lo sitúa en el margen en lugar del centro, un juego de diseminación que no
tiene lugar, o lo que es lo mismo, tiene el margen, el khora, el lugar que no es lugar, que no está ni aquí ni ahí:
After
these precautions and these negative hypotheses, you will understand why it is
that we left the name khora sheltered
from any translation. A translation, admittedly, seems to be always at work,
both in the Greek language and from
the Greek language into some other. Let us nor regard any of them as sure. Thinking and translating here traverse the
same experience. If it must be attempted, such
an experience or experiment [expérience] is
not only but of concern for a word or an atom of meaning but also for a whole
tropological texture, let us not yet call it a system, and for ways of
approaching, in order to name them,
the elements of this "tropology." Whether they concern the word khora itself ("place,"
"location," "region," "country") or what
tradition calls the figures-comparisons images, and metaphors-proposed by
Timaeus ("mother," "nurse," "receptable"
"imprint-bearer"), the translations remain caught in networks of
interpretation[i].
En este juego
en el que entran los textos no sólo tiene que ver con una relación atomista del
significado sino con una “textura” tropológica que “permanece atrapada en las
redes de la interpretación”. El/La Khora como ese lugar de interpretación que
no tiene lugar. Khora, como lugar que no tiene lugar, sería una posibilidad de
interpretación que se abre en mil lugares. Así, los textos, formas nacidas de
la différance y portadoras de la
diseminación, entran en un juego de significados que supera
el espacio y el tiempo.
Son bien
conocidos ejemplos como el “Quijote” o la filosofía de Nietzsche.
Sus interpretaciones han sido tan diversas que cada época ha disfrutado de su propia lectura y cada ideología le ha dado su propio cariz. No en vano, los textos de Nietzsche
han sido tan traídos y llevados que han sido considerados la producción de un
loco, obras fundacionales del nazismo, obras claves del pensamiento filosófico,
literatura, etc. Para la traducción, todo ello significa que el texto entra en
un doble juego de responsabilidades: el receptor y el productor. Para disipar
cualquier duda sobre Nietzsche como epígono del nazismo,
no sería suficiente con rememorar
alguna frase de éste en la que se enfrentase frontalmente con este tipo de
ideologías, antes bien, Nietzsche ya habría quedado desprovisto de cualquier
posibilidad de interpretación autoritativa porque sus
textos han pasado a la dimensión de “texto de otros”. Su responsabilidad ya no
es para con el texto sino para con sus
interpretaciones porque el autor no es responsable de lo que ha escrito sino de
las interpretaciones de los otros. Sin duda, algo existe en el texto que
permite esas interpretaciones (aunque también debemos reconocer que cualquier
texto puede ser desmembrado para acomodarlo a una ideología). Sin embargo, no
es posible hacer que esa responsabilidad caiga sobre Nietzsche ya que la única
posibilidad que le quedaría a los autores en general sería el silencio o el
anonimato para huir de las redes de la interpretación.
Cuando un
traductor se enfrenta a Nietzsche deberá tener en cuenta sus
responsabilidades ante su lectura
(historia de las interpretaciones) y su
escritura (creación de historias): esto es, dado que el traductor recoge las
interpretaciones previas y las somete a oposiciones y tensiones con el
“traductor”, su “cultura y
“entorno”, recibe al mismo tiempo un texto “uno y otro” que se ha ido
desgastando con las lecturas anteriores; y, dado que en su
escritura deberá ser “fiel” a un original, deberá elegir la fuente de su “fidelidad”. Todo ello porque la fidelidad es la
responsabilidad del traductor. No obstante, la fidelidad queda reducida a una
acción puntual ante un texto concreto ya que toda fidelidad es evaluación de
otras “fidelidades posibles”. Es decir, la fidelidad elegida por el traductor
no será más que una entre las muchas que podría elegir; del mismo modo que su traducción será una de las muchas traducciones
posibles de un texto determinado.
De esta forma,
el traductor se ve ante un juego de diferencias similar al del autor. También
aquél tendrá que soportar posteriores lecturas (históricas) de su texto traducido. Sin duda alguna nos encontramos
ante una “traición fiel”, es decir, a) (traición)
como toda lectura, como toda emisión, la traducción traiciona al original y se
traiciona a sí misma; b) (fidelidad), como escritura, la traducción elige una entre todas sus posibles fidelidades y traiciona al resto.
Así, el texto
emitido comienza a tomar una vida propia. Se convierte en un nombre que se va
cargando a lo largo de su historia
de un gran número de rasgos e influencias. De esta forma, el acto de escribir y
de hablar es el acto de nombrar. Como el niño que comienza a balbucear sus primeras palabras, el escritor que garabatea en su papel busca un nombre. Más aun. Intenta buscar su propio nombre.
Sin embargo,
buscar o buscarse un nombre no se limita a la emisión de signos que se refieren
a realidades, como escritores y hablantes siempre debemos preguntarnos por la
responsabilidad de nombrar. Como traductores también nos vemos inmersos en las
tensiones de los nombres. Responsabilidad, decimos, porque nuestros nombres
sólo son nuestros en el acto de nombrar y, a partir de este momento, pasan a
ser nuestros y de otros, de todos. Así, el propio poeta puede descubrir, al
cabo del tiempo, datos que él no había introducido conscientemente en su texto. Así, cada lector introduce sus propios juegos intertextuales y sus conocimientos del autor y del texto (su historia de interpretaciones) para reconstruir un
significado posible.
La traducción
de textos se podría equiparar con la traducción de los nombres propios. Traducir
significa transplantar aquello que por esencia aparece oculto (paradoja de la
traducción). “Nombre propio” es todo texto. Traducir significa arrancar un
nombre propio y situarlo en otro marco. De esta forma, los textos surgen como una necesidad de nombrar, de obtener una
marca. Sin embargo, en el mismo acto de nombrar, el nombre propio se vuelve
contra nosotros y pierde la mayor parte de su
significado. Es algo tan viejo como el mito de Babel: creemos un nombre para
que no nos dispersemos sobre la faz de la tierra. No obstante, Dios no puede
permitir que el hombre (al que ha dado el poder de nombrar) obtenga un nombre
único, un nombre que (en su propio
uso) se podría llegar a convertir en un subterfugio
del hombre para suplantar a Dios.
El propio
nombre propio de Dios es YHWH, nombre en esencia impronunciable, el innombrable
de los judíos. Nos encontramos ante el nombre propio por excelencia, ante la
referencia que no busca el referente sino un nombre propio que indique y señale
por desplazamiento.
Así, Dios baja
y confunde las lenguas y los labios para que haya discordia entre los hombres
del mismo modo en que había creado una disputa eterna entre la mujer y la
serpiente (tú le morderás el tobillo y ella te pisará la cabeza). Esta
confusión supone, al mismo tiempo,
la pérdida del Nombre Propio y la búsqueda de los nombres propios. Es decir, a
partir de este momento (multitud de lenguas) los hombres intentarán nombrarse a
través de sus palabras ya que han
perdido el “nombre propio” que los hubiera podido llegar a nombrar: un ataque
de celos divinos de “el-que-no-tiene-nombre” y que impone su voz (labios dispersos). El hombre-tras-Babel se
ve condenado a la búsqueda de una fórmula que lo defina, una realidad
lingüística con la que pueda expresarse la confusión de la que ha partido.
En definitiva,
el nombre propio sitúa al traductor ante la disyuntiva del posibilismo o el
relativismo en la traducción. Parece simple: ¿es posible traducir lo que aún no
se ha expresado, lo que quizás nunca se llegue a expresar?; ¿es posible no
traducir?; ¿cuál es el referente del nombre propio en la era post-Babel?; etc.
Esta necesidad
de definir el nombre parece que impulsa al escritor a contar una y otra vez
historias. Historias que no sólo intenten definir su
propio nombre propio, sino que también se aproximen a lo nombres de países,
historias, gentes, etc. Todo intenta buscar su
nombre propio. Y el escritor es uno de esos individuos que se ha lanzado en una
búsqueda incansable de “algo”. Especialmente el poeta es un individuo en busca
de definición y, en la mayoría de los casos, cada uno de los nuevos poemas que
salen de su mano no son más que
reescrituras de otros poemas en busca de un nombre último. Sin embargo, la
consecución del nombre propio supone
un efecto más de la invisibilidad. El nombre propio produce un efecto
transparente de referencia perfecta. No obstante, aunque en cierto modo (por la
transparencia) los nombres propios fundamentan la traducción, esto no quiere
decir que la traducción sea equivalente o fiel sino que, simplemente, es
traducible.
4. Conclusiones
En el presente artículo hemos intentado revisar uno de
los conceptos clave de la teoría de la traducción en los últimos años. Para
ello, lo hemos puesto en relación con diversas teoría del lenguaje y con enfoques
culturalistas de la traducción.
Uno de los principales objetivos de este artículo ha
sido llevar el concepto de la “invisibilidad” del traductor hasta nuevos
límites y hacerlo entrar en contacto con otros ámbitos para que por medio del
roce surjan nuevas posibilidades. En
nuestra crítica hemos intentado examinar dos implícitos que se ocultan tras la
invisibilidad: la invisibilidad como una fuerza de control cultural y dominio
entre culturas; y la invisibilidad como garante de una fidelidad a un significado
último. En nuestro análisis de ambas afirmaciones recogidas en el concepto de
invisibilidad y transparencia hemos intentado presentar una crítica de los presupuestos de la teoría de la traducción tradicional.
De esta forma esperamos que el campo de la teoría se expanda más allá de las
simples relaciones entre pares de textos, pares de lenguas, expresiones, etc.
De un modo similar, hemos hablado de la
responsabilidad del traductor como individuo que busca una traducción posible
entre traducciones posibles. Como ya hemos dicho esas traducciones posibles no
sólo recogerán un sentido del original (si fuera posible) sino que además
incorporarán los elementos (comentarios, citas, discusiones,…) que hayan surgido en torno a ese texto a lo largo de la
historia (creándose por medio de la traducción un nuevo comentario).Dentro de
esta última línea hemos intentado desarrollar brevemente algunas ideas sobre la
responsabilidad del traductor en relación con la responsabilidad del autor.
Aunque en su libro Lawrence Venuti no
lo señale, la invisibilidad también es una forma de evitar las
responsabilidades de la traducción. De esta manera, el traductor se enfrenta a
la traducción de una forma diferente: por una parte, puede liberarse en su tarea ya que su
nombre no aparecerá en la página junto a su
traducción (evidentemente se arriesga a cometer errores); por otra parte, puede
ejercer el juego de la diferencia con el texto y proyectar estas diferencias en
el texto traducido. Es probable que, según la nomenclatura de Venuti, tengamos
que llamar a este procedimiento “invisibilidad visible”. Al no aparecer el
nombre del traductor al pie de la página, éste se puede sentir más audaz y
jugar tanto con el original como con la traducción. De esta forma podríamos
llegar a un producto final similar al que obtuvo I. U. Tarchetti al
verter al italiano un texto de Mary Shelley (cf. Venuti 1992 y 1995). Como explica
Venuti, Tarchetti recurrió a la visibilidad total ya que eliminó completamente
la autoría original y publicó un texto traducido como propio. Sin embargo,
también existe la posibilidad contraria: es decir, el autor original publica su texto como traducción ya sea para escapar de la
censura y protegerse, ya sea para
apoyar las ideas expresadas en su
texto mediante el recurso a una fuente que no existe o que se ha perdido.
Esta posibilidad de “invisibilidad visible” apenas ha
sido analizada en los estudios sobre traducción (Lefevere, 1992). Sin ninguna duda supone
uno de los campos más interesantes dentro de los estudios sobre traducción ya
que representa no sólo una análisis de
los textos desde el punto de vista de la traducción, sino también de la crítica
literaria, la teoría de la literatura, la edición, el marketing, etc.
[i] Jacques Derrida, Khora
en “On the name”, de. Jacques
Dutoit, Meridian:
Crossing Aesthetics, Stanford Univeristy Press, Stanford, 1995, pag 93.